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LOS VEINTE AñOS ARGENTINOS DE PEDRO HENRIQUEZ UREñA

LOS VEINTE AÑOS ARGENTINOS DE PEDRO HENRÍQUEZ UREÑA Carlos Piñeiro Iñiguez Un dominicano excepcional que hizo un vital aporte a la cultura argentina; los múltiples frutos de su magisterio marcaron esa cultura de forma indeleble..Las circunstancias que hicieron de la Argentina la segunda patria de Pedro Henríquez Ureña son singulares; lo único seguro es que no adoptó "de una vez y para siempre" la idea de vivir el último y tan prolífico tercio de su vida en las ciudades argentinas de Buenos Aires y La Plata (la capital de la provincia de Buenos Aires, no muy distante de la ciudad de Buenos Aires, capital de la República Argentina). Más bien se trató de una serie de pequeñas decisiones personales a las que el destino dio inesperada continuidad, de ilusiones que no se pudieron concretar -retornar a México, retornar a la República Dominicana-, de resignación, de madurez y hasta de una voluntad final de permanecer entre argentinos, por su hija argentina, por los amigos, por los discípulos, por los arduos trabajos que allí había emprendido y que consideró -con toda razón- como útiles para su patria americana.Esta última consideración es importante, pues también hay que tener en cuenta el hecho de que Henríquez Ureña consideraba como "patria" a cualquier territorio de América, convicción que había demostrado viviendo en Cuba y, por largos años, en México. México lo atraía por la extraordinaria continuidad de su cultura; seguramente se hubiera quedado a vivir allí de no haber mediado circunstancias políticas desfavorables. De pie: Eduardo J. Bullrich, Jorge Luis Borges, Francisco Romero, Eduardo Mallea, Enrique Bullrich, Victoria Ocampo y Ramón Gómez de la Serna. Sentados: P.H.U., Norah Borges, Oliverio Girondo, María Rosa Oliver, Ernest Ansermer y Guillermo de Torre. ENTRE LA VOLUNTAD Y EL DESTINO. Habiendo perdido su cargo en el Instituto de Intercambio Universitario de México, distanciado de José Vasconcelos, quien había sido hasta entonces su protector dentro de la caótica política revolucionaria mexicana, recién casado y con su mujer embarazada, Henríquez Ureña se dirigió por correspondencia a uno de sus amigos argentinos, Rafael Alberto Arrieta, pidiéndole que le buscara alguna forma de subsistencia en la Argentina. Arrieta formaba parte del Consejo Superior de la Universidad de La Plata, de la que dependía un colegio secundario donde Henríquez Ureña podría dar varias cátedras. No era un porvenir demasiado estimulante, pero le permitiría subsistir; el escritor dominicano esperó que naciera su hija y se embarcó con su familia hacia Buenos Aires. UN MAESTRO EXCEPCIONAL. Hasta el final de su vida, más de veinte años después, Henríquez Ureña conservó sus cátedras en el Colegio Nacional de La Plata; ello determinó que durante años fijara la residencia familiar en esa ciudad -donde nacería su segunda hija- o que viajara innumerablemente en el tren que la unía con Buenos Aires (la muerte lo sorprendió, precisamente, cuando acababa de abordar ese tren). Es materia de discusión el porqué mantuvo siempre esas cátedras, incluso cuando estaba ejerciendo la docencia a un nivel superior -en las universidades de Buenos Aires y La Plata- y colaboraba con varias publicaciones y en diversos proyectos editoriales. Hay dos interpretaciones al respecto, que hablan de vocación o necesidad; probablemente la verdad se encuentre -como suele suceder, como la proverbial moderación y equilibrio de Pedro Henríquez Ureña hubiesen deseado- en algún punto intermedio, en alguna síntesis de los dos motivos.A favor de la primera explicación, la vocacional, tenemos los múltiples testimonios de quienes fueron sus alumnos a través de los años; se trata de una serie de nombres que fueron ilustres en la "provincia argentina", pero que incluso allí han ido perdiendo significado con el correr del tiempo. Eso sí: fueron muchos, demasiados como para que no se tratara de un maestro excepcional, como para que no se estuvieran refiriendo a una experiencia de aprendizaje que los había marcado de por vida. De entre ellos podemos escoger al escritor Ernesto Sábato, compilador de un volumen en homenaje a "don Pedro", como le llamaban los jóvenes

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