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EL ANHELO UTOPICO: PEDRO HENRIQUEZ UREñA, ALFONSO REYES

El anhelo utópico: Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes Rafael Fauquié     Localice en este documento   "¿Y los pueblos? Los pueblos también tienen su personalidad, su espíritu y su genio". Pedro Henríquez Ureña "Los que siguen concibiendo a América como un posible teatro de mejores experiencias humanas son nuestros amigos. Los que niegan esta esperanza son los enemigos de América". Alfonso Reyes   En nuestro continente, escritores y hombres de pensamiento incansablemente han recorrido diversos espejismos. Uno de ellos, quizá el más persistente de entre todos: la esperanza. América como universo maravilloso descubierto tal vez sólo para revitalizar agotados o desaparecidos espacios. Esperanza de América y destino de América. "América -dice Alfonso Reyes- aparece como el teatro para todos los intentos de felicidad humana, para todas las aventuras del bien". Acción política y acción social, acción económica y acción pedagógica, acción artística y acción moral: en la posibilidad de integrarlas todas en ideales de dirección y comportamiento colectivos, debía apoyarse la gran ilusión de América: su utopía. La esperanza es el aliento de toda civilización. Ella distingue la condición racional del hombre.   Reyes y Henríquez Ureña distinguieron en la utopía uno de los más imperecederos legados de la Grecia clásica a nuestra civilización occidental. Los mitos griegos escribieron el inicio de nuestra cultura. Por eso Grecia nos sigue tocando aún tan de cerca; por eso nos "sirve" todavía. "El mito griego -explica Reyes- incorporaba sus imágenes legendarias en modelos eternos, que manifiestan expresivamente los rasgos de la familia humana, logrando así una feliz coincidencia de lo típico y lo individual". Hay una imagen de la cultura griega que, por encima de todas, maravilla a Reyes: la de la religión y la mitología como creación de los poetas; no de profetas, santos o sacerdotes sino hechura escrita en la poesía de algunos de sus más grandes escritores. Homero y Hesíodo como configuradores del alma griega. Se adivina análogo sueño en Henríquez Ureña y Reyes: modelar, en la poesía, iluminados ideales, itinerarios y un destino para nuestros pueblos. Entre los mitos con que los griegos dibujaron los sentidos de su mundo, quizá uno de los más imperecederos fue el de la utopía: posibilidad de una sociedad feliz al alcance del esfuerzo de los hombres. Felicidad individual y felicidad colectiva no se concebían separadas una de otra. La felicidad del hombre era el punto de partida de la felicidad del grupo. Todos los ciudadanos tenían que conquistar el sueño compartido: ganarlo, mantenerlo... La admiración de Reyes y Henríquez Ureña por La República de Platón, obra cumbre del pensamiento utópico, se hace eco de la tesis fundamental de ese libro: la felicidad colectiva y la perfección social son posibles si prevalece entre los hombres el sentido de justicia y de fraternidad. Utopía escrita en la historia: no el sueño judeocristiano de paraísos perdidos o de cielos alcanzables sólo en la magnanimidad o capricho divinos, sino fe en la perfección social hecha verdad en las decisiones humanas.   Un nuevo mundo, un mundo mejor, un mundo diferente: la Atlántida de Platón, el país de Jauja, el paraíso perdido... Las utopías profetizadas por la inteligencia de algunos hombres -Tomás Moro, Tommaso Campanella, Francis Bacon, James Harrington- inspirarán sus anhelos de felicidad en la proyección de viejísimas ilusiones europeas sobre espacios desconocidos. Junto al afán de ampliar sus dominios, Europa mantuvo intacta por muchos siglos la ilusión por hallar regiones que albergasen la felicidad oculta para las sociedades humanas. Una felicidad descrita siempre con rasgos similares: libertad, alegría, abundancia, igualdad, plenitud, amor.   A partir del siglo XVIII y de la Ilustración, la vieja fe de la utopía se transformó en una desfigurada -y degradada- variante: el ideal revolucionario. Deformación de la vieja ilusión griega, la revolución predicará la aniquilación del presente y el desvanecimiento del pasado como requisitos necesarios para alcanzar la felicidad futura. Un futuro descrito como contradicción absoluta del hoy. A diferencia de la utopía griega, la revolución no cree en la voluntad de todos sino en el designio de unos pocos. No será más el sueño colectivo sino la decisión férrea de uno o de algunos elegidos la que determine la ruta hacia el futuro y el sacrificio del presente. En comparación a la utopía, la revolución luce más irracional, más aferrada a fervores fanáticos, a obediencias absolutas, a represalias y a venganzas. Más que anhelo, la revolución se hace religión y, como todas las religiones, inunda los espacios que va creando con todo tipo de dioses y demonios, de santos y mártires, de cielos e infiernos. Frente a la revolución, la utopía -como la concibieron los griegos, como la soñaron e imaginaron los hombres durante el Renacimiento, como la idearon Reyes y Henríquez Ureña- evoca otras nociones muy diferentes que hablan de fraternidad, de caridad, de pacto social, de plenitud, de un irrenunciable ideal de humanidad.   Las utopías son siempre pedagógicas. Es el caso, por ejemplo, de una de las más conocidas en la historia de Occidente: Robinson Crusoe. En su soledad, Crusoe descubre un saber necesario. Encarna el ideal del hombre nuevo, crecido, forjado en la adversidad y

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