cosquillitas

Confesión b

Yo sabía que no tenía a qué diantres ir a meter mi cucharota ahí. Sobre todo por ese toco madera que últimamente me tenía soñando pesadillas en las que la fulana en cuestión tenía de papel tapiz una vela virtual y otros menjurges para hacer el mal. Y es que no es nada agradable enterarse de que la tipa que te armó un pancho en la oficina es aficionada de los artes negros, te invita a una fiestita y casi inmediatamente después de tu llegada entra muy insistente con cámara en mano gritando: ¡foto, foto! Comenté mi inquietud con dos o más compañeros de trabajo que soltaron tremenda carcajada de mis supersticiones y me recomendaron relajarme. Y eso hice, es más: me relajé tanto que aún cuando me receté no tomar ni una gota de alcohol, los vodkitas con jugo de uva entraron dulces como vasos de agua hasta mi estomaguito y luego de dos iguales yo ya no era la misma. Posaba con sobrada naturalidad para esa cámara que días y horas antes me atormentaba, bailaba desde vals hasta son jarocho, arrimándome y dejándome arrimar con singular alegría; pero tampoco se piense tan mal de mí, solo con una persona, y yo que me decía: Mujer, ten cuidado con esos alcoholes, ya ves que a veces el culo te traiciona. Yo creo que se juntaron los tres ingredientes necesarios para meter la pata:  1) Embriaguez 2) Hombre de buen ver 3) Complejo de cassette viejo: cero fidelidad En la fiesta empecé a comportarme como si estuviera con mis carnales, cuates del alma y no con la gente del TRA-BA-JO, con quienes no tengo absolutamente ninguna intención de echar raíces y de cuyas malas lenguas no confío. En algún momento estábamos bailando y les juro por mi vida que no sé cómo fue que me dio un beso en la boca, que reaccioné, que dejé que lo hiciera

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