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Dice Oliverio:

Con frecuencia voy a visitar a un pariente que vive en los alrededores. Al pasar por alguna de las estaciones —¡no falla ni por casualidad!— el tren salta sobre el andén, arrasa los equipajes, derrumba la boletería, el comedor. Los vagones se trepan los unos sobre los otros. El furgón se acopla con la locomotora. No hay más que piernas y brazos por todas partes: bajo los asientos, entre los durmientes de la vía, sobre las redes donde se colocan las valijas.  =mas= De mi compartimento sólo queda un pedazo de puerta. Echo a un lado los cadáveres que me rodean. Rectifico la latitud de mi corbata, y salgo, lo más campante, sin una arruga en el pantalón o en la sonrisa.  Aunque preveo lo que sucederá, otras veces me embarco, con la esperanza de que mis presentimientos resulten inexactos.  Los pasajeros son los mismos de siempre. Está el marido adúltero, con su sonrisa de padrillo. Está la señorita cuyos atractivos se cotizan en proporción directa al alejamiento de la costa. Está la señora foca, la señora tonina; el fabricante de artículos de goma, que apoyado sobre la borda contempla la inmensidad del mar y lo único que se le ocurre es escupirlo.  Al tercer día de navegar se oye —¡en plena noche!— un estruendo metálico, intestinal.  ¡Mujeres semidesnudas! ¡Hombres en camiseta! ¡Llantos! ¡Plegarias! ¡Gritos!...  Mientras los pasajeros se estrangulan al asaltar los botes de salvamento, yo aprovecho un bandazo para zambullirme desde la cubierta, y ya en el mar, contemplo —con impasibilidad de corcho— el espectáculo.  ¡Horror! El buque cabecea, tiembla, hunde la proa y se sumerge.  ¿Tendré que convencerme una vez más que soy el único sobreviviente?  Con la intención de comprobarlo, inspecciono el sitio del naufragio. Aquí un salvavidas, una silla de mimbre... Allá un cardumen de tiburones, un cadáver flotante...  Calculo el rumbo, la distancia, y después de batir todos los récores del mundo, entro, el octavo día, en el puerto de desembarque.  Mis amigos, la gente que me conoce, las personas que saben de cuántas catástrofes me he librado, supusieron, en el primer momento, que era una simple casualidad, pero al

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