Recuerdo mucho aquella mañana en que llegaste y acercándote, de espaldas a mí, peligrosamente cerca, casí me embriagas con tu aroma, te repegaste y me pediste:=mas= por favor, truéneme los huesos, quién sabe cómo me siento… y me costó trabajo mantenerme a salvo y no rozarte, para que no notaras cómo me tenías, y para no estar peor de como estaba. Yo, casi temblando, no supe cómo encontré sitio en tu delgado, delicioso y exquisito cuerpo para poner mis manos (me dió un escalofrío sabroso) y abstenerme de acariciarte toda y recorrer ansioso cada rincón de ti; tus curvas y protuberancias me pusieron al borde del colapso. A punto estuve de arrancar tus ropas y comerte cada pedacito de toda tu hermosura, como si yo fuera el lobo y tú, caperucita. Y sólo te troné lo que pediste: tu deliciosa espalda

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