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... Reflexiones...

POR; ING. JAVIER JIMÉNEZ ESPRIÚ, AL RECIBIR EL PREMIO NACIONAL DE INGENIERÍA 2008, QUE LE FUE OTORGADO POR LA ASOCIACIÓN DE INGENIEROS Y ARQUITECTOS DE MÉXICO, A.C., DE MANOS DEL DR. JOSÉ NARRO ROBLES, RECTOR DR LA UNAM, EL DÍA 4 DE DICIEMBRE DE 2009. =mas=   Recibo el Premio Nacional de Ingeniería 2008, con la humildad que exige el ser conciente de que si existieran motivos suficientes para tal honor, hay muchos colegas que no lo han recibido y que lo merecen con iguales o mayores prendas que las que el Jurado consideró de mi persona.   Al aceptarlo en el momento en que el mundo todo  se debate en una crisis de múltiples aristas y cuando nuestro país la enfrenta sumando sus ineludibles consecuencias a los enormes  rezagos sociales que arrastramos de décadas y que se han acentuado en los últimos lustros, me obligo a una reflexión crítica sin atenuantes ni disculpas, sin subterfugios ni evasivas.   El reconocimiento que hoy me concede nuestra inveterada Asociación de Ingenieros y Arquitectos de México es para mí, a un tiempo, una responsabilidad y un derecho.   La responsabilidad consiste en esforzarse para actuar siempre a la altura del honor que se recibe y el derecho lo entiendo como una licencia que el gremio otorga a uno de los suyos y se convierte en obligación ineludible, para decir sin ambages, sin cortapisa alguna, todo cuanto dictan la experiencia, el conocimiento y la razón, pero también los sentimientos, la emoción, el amor y las pasiones; las tristezas y las alegrías profesionales y ciudadanas; las ilusiones, los éxitos y las frustraciones; las limitantes y las posibilidades que se perciben.   Para asumir como propia la expresión de Quevedo cuando dice:   “No he de callar, por más que con el dedo, ya tocando la boca, o ya la frente, silencio avises, o amenaces miedo”.   Para señalar todo lo que sentimos y lo que sabemos, sin pretexto que valga para el silencio o para la abstención.   Lo haré, como siempre en mi ya largo andar por múltiples caminos, con absoluta lealtad a mis principios y a mis convicciones, los que nunca he sacrificado frente a interés alguno y con la tranquilidad de haber vivido siempre de acuerdo con lo que he dicho a mis hijos y con lo que he enseñado en la cátedra.   He sido, desde mi ingreso a la Universidad Nacional, testigo y en momentos protagonista de más  de medio siglo del devenir de México y de la  participación de la ingeniería mexicana en la construcción física, política, cultural y social de nuestra Nación. Sé lo que la ingeniería mexicana es capaz de realizar y conozco bien lo que los ingenieros mexicanos que nos precedieron hicieron en momentos lúcidos de nuestra historia y que testimonia que cuando las decisiones políticas se sustentan en el talento de los mexicanos y en los intereses de la Nación, encuentran solución nuestros problemas.   Hace doce años, cuando me hicieron Miembro de Honor  de la Academia de Ingeniería, hablaba del “Futuro de México sin Ingeniería Mexicana” y advertía de la tragedia de nuestra Patria si no cambiaban las políticas que entonces  conducían a la depauperación de esa disciplina fundamental para nuestro desarrollo.   No se necesitaba espíritu profético para describir el desenlace; un elemental análisis de las tendencias no dejaba margen a la duda. Ni es necesario un crítico acucioso para constatar que lo planteado entonces es hoy un presente con mayores rezagos y mayores incertidumbres.   Hace un par de meses, al recibir el mismo honor de nuestra Academia el ingeniero Guillermo Guerrero Villalobos, se lamentaba del estado de la ingeniería civil mexicana, poseedora de un gran prestigio nacional e internacional y otrora realizadora de grandes proyectos de infraestructura, justamente por el desmantelamiento de nuestras capacidades, particularmente en las oficinas y en las empresas públicas, causado por políticas erráticas, por los oídos sordos de quienes, por convicciones o intereses personales, por desconfianza o por ignorancia, estando en los puestos de decisión ven con indiferencia lo propio y se inclinan con reverencia servil ante lo ajeno.   A este respecto, viene a mi memoria el tristemente célebre Fouquier Tinville, quien en respuesta a la solicitud que formulara el famoso químico Lavoisier, para que se pospusiera la fecha de su ejecución, a fin de terminar su obra científica, contestó tajantemente que "la república no tenía necesidad ni de sabios, ni de químicos".   Pero si eso provocó una desaprobación incontenible allá en el siglo XVIII, en el XXI, el siglo del conocimiento, cuando la ciencia y la tecnología trastocan la vida toda de las sociedades modernas, cuando son causales evidentes del desarrollo, cuando marcan ineludiblemente el rumbo de la historia, los mismos criterios resultan inadmisibles.   Lo señalo aquí, porque, la frase bárbara de Fouquier Timbille aparte, e independientemente de declaraciones y discursos huecos, no es diferente del hipotecar el futuro con recortes presupuestales a las universidades, con magros y disminuidos presupuestos para el desarrollo de la ciencia y la tecnología y con simulaciones de reformas a la educación que atienden a negocios personales y a intereses políticos y no a la verdadera búsqueda de la calidad y la superación de los mexicanos.   Como no es distinto tampoco, el entregar “llave en mano” a los dueños del dinero, que en general suelen ser extranjeros, los contratos de los escasos grandes proyectos que emprendemos.   No es el mía una posición chovinista –bienvenida la colaboración externa que apoya nuestros esfuerzos y enriquece nuestros conocimientos y nuestra cultura-; es una reprobación al síndrome de la Malinche que padecen muchos de nuestros funcionarios, que los lleva a sustituir lo que tenemos, aunque sea mejor, por lo que hay allende nuestras fronteras aunque no sea superior a  lo nuestro.   Cómo no reconvenirme entonces, ante el reconocimiento con que me honran mis colegas, lo poco efectivo de mi esfuerzo ante el estado de mi comunidad.   Cómo no sentirme apesadumbrado y comprometido en un país con pobreza creciente y sin un plan sólido para contenerla; con el fantasma del desempleo o el sub empleo estrangulando a millones de familias y amenazando a millones más; con una industria de la construcción y una industria petroquímica desmanteladas; con una industria de bienes de capital deshecha, con una industria de manufactura a la baja y sin una política industrial; con una educación da escasa calidad y sin una política educativa racional; con nuestra fuente de recursos de hidrocarburos en declive, con yacimientos sobreexplotados irracionalmente y una empresa nacional manejada sin criterios nacionales y sin una política energética; en suma, como no angustiarse en un enorme país lleno de necesidades, aunque también pleno de recursos, pero en el que no existe proyecto de Nación y en el que la reacción, la improvisación, el corto plazo, la ignorancia, la corrupción y la incertidumbre delinean el horizonte de nuestro futuro.   Cómo ignorar la fragilidad de nuestro porvenir, cuando, por las razones que sean: falta de planeación, de sensibilidad política, de conocimiento, de compromiso, de ética –a cuyo desapego debemos la mayor parte de nuestros fracasos, de nuestras carencias y de nuestros problemas-, vemos que se gasta en lo superfluo y se desatiende lo necesario; que por mezquinos intereses particulares se obstaculiza el acceso de las mayorías a los beneficios del desarrollo tecnológico; que se suspenden grandes proyectos fundamentales, que se realizan algunos que no debieron iniciarse nunca y se ignoran otros que urge emprender.   ¿No son indicadores de una problemática desatendida o mal atendida nuestros enormes rezagos en todos los ordenes sustantivos: salud, alimentación, educación, ciencia, tecnología, infraestructura, crecimiento económico, empleo, estado de derecho?; ¿no lo son también el incremento de la drogadicción juvenil, de la inseguridad y la violencia que asolan a nuestra sociedad, así como su desesperanza y desencanto?   “Todos somos culpables de todo, ante todos”, decía Dostoyevsky, y en mayor grado, quienes hemos tenido el privilegio de asistir a la Universidad.   Acabemos con el flagelo de esa sentencia que Gabriela Mistral señalaba como una  indicadora: "todo el desorden del mundo viene de los oficios y las profesiones mal o mediocremente servidos", "político mediocre, educador mediocre, médico mediocre, sacerdote mediocre, artesano mediocre, esas son -nos decía- nuestras calamidades verdaderas", porque estas calamidades, expresadas así hace ya muchas décadas, siguen siendo, con las excepciones que nos dan esperanza, crónica también de nuestras realidades.   Estamos por conmemorar el bicentenario de la iniciación de la lucha por nuestra independencia y el centenario de la revolución y desde luego también, el de nuestra Universidad Nacional.   No lo hagamos limitándonos a iluminar el cielo con fuegos de artificio, con desfiles con carros alegóricos, con monumentos y discursos inspirados por las próximas elecciones o con fiestas en las que todos se querrán disfrazar de insurgentes o de zapatistas, aunque abajo del disfraz y grabados en el alma, tengan mas los sentimientos de Almonte que los de Morelos.   No lo hagamos tampoco solicitando clemencia y buenos modos, reconocimiento, reconsideración o contriciones, a quienes en las altas esferas del poder nos han sentenciado a la decadencia; a quienes desoyendo “los sentimientos de la Nación”, aunque públicamente los invoquen, nos conducen por un camino de dependencia y subordinación, limitando las posibilidades de futuro.   Hagámoslo levantándonos otra vez en armas, luchando para rescatar nuevamente nuestra independencia tan mancillada por los dogmas de la globalidad y para revalorizar los postulados de una nueva revolución que combata la iniquidad que agobia a una sociedad con lacerantes y ofensivas desigualdades.   Hagámoslo ya, con las armas del talento, de la inteligencia y de la razón; con las armas del conocimiento, de la ética y de la democracia; con el arsenal con que nos ha dotado la Universidad Pública, esa, a la que Justo Sierra se refería en su discurso de inauguración de la Universidad Nacional cuando decía: “No queremos que en el templo que se erige hoy, se adore una Atenea sin ojos para la humanidad y sin corazón para el pueblo”.   Rechacemos el papel que nos proponen quienes piensan que nuestro “destino manifiesto” es el ser los peones de los contratistas extranjeros y seamos los arquitectos de nuestro propio destino.   Hagámoslo, en este momento particular en el que "México está desgarrado en su piel externa" y "el pueblo está quebrado a la mitad por la pobreza, la memoria y la esperanza" -los describo con añejas pero vigentes palabras de Fuentes-, subrayando la importancia de una cruzada por nuestros valores, por nuestros principios y por nuestros haberes, que debe ser mas valiente, mas ardua, mas evidente y sobre todo mas efectiva.   Para ratificar así, que hoy menos que nunca debemos cejar en nuestra lucha por la educación, la ciencia y la cultura que es la lucha por la libertad, y en defensa de la universidad pública, de la educación pública y del patrimonio, de la soberanía y de la independencia nacionales.   Me siento privilegiado al decir esto, gracias al honor recibido de la Asociación de Ingenieros y Arquitectos de México, en el magno patio de esta que fue la primera Casa de la Ciencia en América; joya extraordinaria de la arquitectura y cuna, sede y símbolo de la ingeniería mexicana, de la que han salido hombres como Mariano Jiménez, Casimiro Chowell, Rafael Dávalos, Ramón Fabié, Vicente Valencia,  cuyos nombres se recuerdan en sus arcadas, no solo por sus contribuciones a las ingenierías que aquí estudiaron, sino -por los valores que abrevaron aquí-, por la ofrenda de sus vidas al lado de Don Miguel Hidalgo en la lucha por nuestra Independencia  o como Valentín Gama, Alberto J. Pani y Pastor Rouaix, uno de los artífices de los artículos 27 y 123 de la Constitución, por sus aportaciones fundamentales a las causas de nuestro movimiento revolucionario,   Para México, el reto del 2010 sigue siendo, triste es decirlo, el de 1810 y el de 1910; la participación de los ingenieros de hoy y de mañana, como técnicos eficaces y profesionales concientes de su papel social, hará que ese reto sea estímulo, que las acciones sean oportunas y que los resultados sean efectivamente soluciones para  que el mejoramiento de  la calidad de la vida  llegue a toda  la  población, y particularmente a los más necesitados que lamentablemente siguen siendo, como hace cien y doscientos años, mayoría.   Ya antes del grito de Dolores, el Padre Hidalgo promovía oficios artesanales, porque señalaba que "deberíamos dejar de exportar los frutos de nuestra pobreza".   Doscientos años después, no debemos seguir vendiendo materia prima y mano de obra y talento baratos, esperando a que los nuevos hombres blancos y barbados de otros lares vengan a resolver nuestros problemas, renunciando a nuestro propio desarrollo.   Empeñémonos en esa gran cruzada; en un movimiento gremial y ciudadano por la dignificación profesional

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